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En casa, pero no solos


La noche dominaba el firmamento y las nubes de tormenta ocultaban la luna, mientras dejaban caer sobre la ciudad un violento torrente de agua helada.


Sin prestar atención a su alrededor, Joel corría a toda prisa desde que el autobús lo dejó en su parada. La meta era llegar lo más rápido posible a casa, ponerse a salvo de la tormenta y consentir a Luca, su fiel labrador; el joven podía imaginar a su peludo amigo hecho un tembloroso ovillo en la ducha del baño.


En cuanto llegó al jardín de su hogar, se percató de que el auto de sus padres no se encontraba aparcado en el estacionamiento, por lo que dejó escapar una bocanada de aire. El alivio recorrió su cuerpo al saber que no se enfrentaría a los regaños de sus progenitores por haber llegado tarde.


Un relámpago, el rugido del trueno, un giro en la cerradura y Joel ya se encontraba en el interior de su hogar. Encendió las luces y levantó la cúpula de mutismo y soledad al silbar. Luca apreció y se lanzó sobre su amigo humano para deslizar la lengua por cada parte de su rostro; todo esto sin dejar de menear su peluda cola.


―Tranquilo, amigo ―dijo Joel entre risas―. También me alegra verte.


Ambos cenaron y, tras un baño caliente, Joel acomodó la camita de Luca en el rincón preferido de éste: junto a las macetas que contenían unas plantas de interior, a pocos pasos de su alcoba. El tembloroso labrador se acurrucó en su nido y, tras soltar un bufido, cerró sus ojos para regresar una vez más al mundo de los sueños.


―Descansa, peque ―susurró el muchacho.


El joven se encerró en su habitación, encendió el televisor y su ordenador portátil, donde, en un parpadeo, se encontraba entablando conversación con sus amigos. Transcurrieron un par de horas cuando el cielo rugió y la oscuridad lo invadió todo. Dejó el ordenador a un lado, apartó un poco las cortinas y examinó al otro lado de la ventana; la penumbra se extendía por toda la urbanización.


Dejó escapar una palabrota y llamó a sus padres para decirles que el servicio eléctrico se había esfumado, pero que todo se encontraba en orden.


―No hay problema ―dijo su padre al otro lado de la línea telefónica―. Nosotros estamos con la abuela. En cuanto deje de llover, regresamos a casa.


Padre e hijo se despidieron y cada uno volvió a lo suyo.


Aburrido, Joel terminó por lanzarse en la cama y, antes de cerrar sus ojos, vislumbró la hora en su pequeño reloj de mesa: medianoche. Dejó que la melodía de la tormenta lo condujera al mundo de los sueños; en sus labios se dibujó una pequeña sonrisa al pensar que podría encontrarse a Luca en aquel maravilloso lugar.


Apenas dejó caer los párpados, escuchó la puerta principal abrirse y las amortiguadas voces de sus padres llegar desde la sala. Se incorporó y vio la hora: Medianoche. No había dormido absolutamente nada.


Con pereza, el muchacho se arrastró fuera de la cama y abandonó la alcoba. Se extrañó al no ver la camita de Luca en su rincón… Tal vez, su amigo canino la llevó abajo para recibir a sus padres humanos, pensó Joel, además, no era la primera vez que lo hacía.


El rugido de los truenos era tan fuerte que provocaban que Joel diera respingos a causa del susto. Al llegar a la planta baja, se topó con sus padres charlando alegremente en la cocina: Su madre preparaba un poco de té, mientras que su padre leía en voz alta algunos pasajes de la biblia. Una costumbre que habían adoptado tras mudarse al cristianismo.


A medida que Joel avanza hacia sus padres, percibía algo extraño en ellos. No sentía esa tranquilidad que solía invadirlo cuando se reunía con las dos personas que le habían dado la vida.


Lanzó una mirada hacia los lados y se preocupó al no ver a Luca.


―¿Han visto a Luca? ―preguntó.


Su madre no apartaba la mirada de la tetera.


―¿No vas a pedir la bendición? ―inquirió su padre, tras apartar la mirada de aquellas páginas.


Joel tragó en secó.


―Bendición.


Se escuchó un trueno y las palabras de sus padres se vieron enmudecidas.


―Ven a tomar un poco de té, cariño ―dijo su madre, ya con las humeantes bebidas en la mesa. Le obsequió una mirada… ¿dulce? No, estaba fingiendo, se notaba fácilmente. ¿Por qué estaría fingiendo?


―¿Dónde está Luca? ―volvió a preguntar el muchacho.


―Él está bien ―contestó su padre, con un diminuto tono de fastidio tras darle un sorbo a su té.


―Sí, pero… ¿dónde está?


Su padre repitió la misma respuesta, esta vez, golpeando el mesón de granito con el puño. Joel pudo distinguir como unas venas violetas le brotaban en los brazos, sin embargo, los ojos fueron los que captaron su atención: eran rojos como la sangre.


Aquel sujeto no era su padre. Sólo estaba disfrazado de él… Era una locura pensar aquello, pero todo lo que se mostraba frente a sus ojos se lo gritaban a todo pulmón.


Su padre amaba a Luca, tanto como a su propio hijo, y se hubiera preocupado al instante si aquel peludo niño de cuatro patas estuviese desaparecido.


―¿Dónde están mis padres? ―interrogó Joel sin pensar. Se arrepintió al instante.


Sus “padres” intercambiaron miradas. El hombre se puso de pie y la mujer se situó a su lado, ambos sin expresión en el rostro. Despacio, comenzaron a avanzar hasta el muchacho, mientras éste retrocedía al mismo ritmo que ellos.


―Aquí estamos, cielo ―dijo la mujer.


―Danos un fuerte abrazo ―añadió el hombre. Ambos extendieron los brazos al detenerse.

Joel negó con la cabeza sin dejar de retroceder. Su espalda chocó contra la puerta y un relámpago iluminó el interior de la casa al partir el cielo.


―Hazle caso a tu padre, Joel ―dijo el hombre que se hacía pasar por su progenitor. Volvió a avanzar hacia el muchacho, lenta y amenazadoramente. El hombre retorcía los dedos de sus manos, los hombros y el cuello… sus huesos crujían de forma asquerosa.


Los ojos de Joel se abrieron como platos al ver que la piel blanca de aquel sujeto se tornaba como la de un viejo trozo de papel de pergamino. Los dedos se alargaban, al igual que el cuello y las uñas. El sonido de los huesos aumentaba.


―Dame un abrazo, hijo ―pidió. Su voz era rasposa y provocaba grima, al igual que deslizar las uñas por la superficie de un pizarrón.


―¡No soy tu hijo! ―espetó el muchacho, mientras veía como la figura de su madre se convertía en un esqueleto cubierto de sangre, el cual soltaba gritos de dolor para luego terminar desplomándose como un montón de cenizas.


―Es un sueño, es un sueño ―repetía una y otra vez Joel con total terror―, es un sueño, es un sueño.


―¿Estás seguro de que es un sueño? ―preguntó el horrible ser de ojos rojos.


El muchacho se volvió, abrió la puerta y salió de casa… o eso creyó. Joel había vuelto al interior de su hogar, aquella puerta no llevaba a ningún otro lugar.


La criatura carcajeó.


Horrorizado, Joel se alejó de la puerta y subió por las escaleras. Al encerrarse en su alcoba, se percató de que sus manos temblaban.


El crujido de los huesos comenzaba a escucharse; la criatura venía por él.


―Es un sueño ―se repitió―. Tengo que despertar.


―Joel ―lo llamó la criatura con voz divertida, mientras golpeaba la puerta con ferocidad―, es hora de cenar.


Con las lágrimas brotando de sus ojos, el aludido se acercó a la cama y gritó:


―¡Despierta!


Las risas de la criatura le erizaban los vellos del cogote.


―¡Despierta!


Comenzaba a darse ligeros golpes en la cabeza.


―Ya casi puedo saborearte ―expresó la bestia, mientras su sombra se colaba por debajo de la puerta.


―¡DESPIERTA! ―gritó a todo pulmón. La sombra de la criatura ató sus pies, lo derribó al piso y, lentamente, lo fue arrastrando hacia la puerta―. ¡DESPIERTA! ¡DESPIERTA!


La puerta se deshizo y Joel gritó al ver como la criatura abría sus fauces; miles de pútridos colmillos brotaban de la roja carne. El muchacho seguía gritando, una mezcla de llanto y terror… El sollozo de su querido Luca se unió al suyo, sin embargo, no lo veía por ningún lado.


―¡LUCA!


La criatura seguía riendo.


―¡DESPIERTA! ¡DESPIERTA! ¡DESPIERTA!...


Con violencia, Joel se incorporó de la cama. Su corazón palpitaba con fuerza y su cuerpo estaba rociado por el sudor. El llanto de Luca, al otro lado de la puerta, le llenó del valor necesario para ir a abrirla.


Luca… ―calló de inmediato al ver que no había nadie. Avanzó hasta la camita de su peludo amigo y el miedo lo envolvió al encontrarla vacía―. Luca ―susurró.


De pronto, el llanto lastimero de su mascota volvió a surgir de la nada. Era como si estuviera dentro de su cabeza, pero, al mismo tiempo, provenía de algún lugar de la casa. Revisó cada habitación, pero no lo encontró.


Aterrado, volvió a su alcoba, tomó el celular y marcó a su padre, quien atendió al segundo tono. Joel le relató todo, casi llorando, sin embargo, su padre consiguió tranquilizarlo.


Luca está bien, hijo. Tu mamá y yo llegaremos en menos de cinco minutos. Intenta tranquilizarte… Te amamos.


Joel colgó, abrió la puerta del armario y extrajo una camiseta verde. Tras ponérsela, soltó una bocanada de aire y no paró de repetirse mentalmente que todo estaría bien… El llanto de Luca volvió, pero esta vez supo de donde provenía.


Despacio, el muchacho se volvió y vislumbró a su amigo debajo de la cama, aterrado hasta la medula. El perro agachó la cabeza con un gemido.


―¿Qué sucede, amigo? ―preguntó, arrodillándose frente a Luca―. Me tenías muy preocupado… No vuelvas a asustarme así.


―Te lo prometo ―Los ojos de Joel se abrieron como dos enormes platos al reconocer aquella voz rasposa.


Unas manos huesudas lo sujetaron con brutalidad y, mientras Joel destrozaba su garganta a causa de un grito de terror, fue arrastrado hasta lo más recóndito de su armario, donde las sombras lo devoraron por toda la eternidad.


Las puertas se cerraron con violencia y Luca salió de su escondite. El labrador comenzó a llorar, hasta convertir aquel gemido en aullidos de tristeza. Los rayos fragmentaban el tormentoso cielo, los truenos rugían sin piedad y la lluvia caía sin parar.


Fotografía: Ján Jakub Naništa

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