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Bajo la lluvia de la envidia


Aquella mañana, el cielo sobre Waterville se había engalanado con un espeso manto de nubes color plomo, amenazando la pequeña localidad del estado de Maine con una inminente lluvia que, de seguro, le arruinaría los planes a más de uno, y Spencer Rivers no se encontraba exento.


El chico dejó escapar un suspiro, y su aliento empañó el cristal de la ventana que reflejaba su rostro decaído. Gracias al clima de allá afuera, el viaje de fin de semana que tanto esperaba se había arruinado por completo. Fueron muchos los días que dedicó a los preparativos para que resultara perfecto: localizar el lugar indicado, ajustarse a los exigentes horarios de trabajo de sus padres, la comida que dispondrían y el equipo necesario que emplearían durante su estancia fuera de casa… incluso se había encargado de telefonear a su vecina para que actuara de vigía y cuidara el fuerte de los Rivers durante su ausencia. Todo su trabajo se había ido por el caño apenas despertó.


—¿Aún deprimido? —preguntó su madre bajo el umbral que conducía a la cocina. Era una mujer de baja estatura, pero bastante curvilínea gracias a las múltiples operaciones que había sometido su cuerpo para hacerlo más atractivo ante las cámaras de televisión.


—Un poco —manifestó él, deslizando el dedo índice por la superficie de la ventana para dejar un rastro de curvas que se asemejaban a una serpiente, pues, desde hace algunos meses, sus sueños se enfocaban en aquella criatura—. Fallaste en tu reporte del clima. Nunca te equivocas. ¿Por qué justamente hoy?


—Supongo que el cielo deseaba burlarse de tu mamá —bromeó Elsa Rivers, entrando al salón para tomar asiento en uno de los sofás. Sin apartar la mirada de su hijo, llevó los rizos de su cabello castaño detrás de la oreja y palmeó el cojín a su lado, invitándolo a hacerle compañía—. Sé que esperabas con ansias este viaje, Spencer, pero hay cosas que no podemos controlar.


—Y el clima es una de ellas —contestó el chico, derribándose sobre el mueble al igual que un viejo árbol talado—. Es sólo que… —Su voz se escuchaba amortiguada por culpa del cojín que aplastaba con su rostro. Estiró el brazo en dirección a la mesita de centro y cogió las gafas para recuperar su visión nítida. Spencer las odiaba, ya que le hacían ver los ojos más grandes de lo normal—. Es sólo que… —repitió, pero calló de pronto, avergonzado por lo que estuvo a punto de decir. Su madre lo animó a seguir con una sonrisa—. Casi nunca pasan tiempo conmigo debido a sus empleos, y este viaje era la oportunidad para recuperar ese tiempo.


Las manos de Elsa se aferraron con fuerza a sus rodillas. Escuchar aquellas palabras era como si le atravesaran el corazón con un puñal. Amaba a su hijo más que nada en el mundo, pero su trabajo como presentadora del canal de noticias, y reportera del clima, consumían gran parte de su día; y lo mismo sucedía con August, su esposo, un dedicado profesor de la secundaria de Waterville que compaginaba su tiempo dando clases en Colby College. Ganaban bien, y sus empleos les proveían una vida bastante cómoda, por desgracia, los apartaba de lo más importante: su hijo.


El viaje, si bien no resolvería todo el daño, iba a ser una manera de compensar un poco su fallo como padres. Una oportunidad para volver a conectarse como familia. Elsa tragó en seco y deslizó con suavidad el dorso de su mano derecha por el rostro de Spencer, su mirada desbordaba amor.


—Te lo compensaremos —le prometió en un susurro.


Spencer esbozó un mohín lánguido y asintió en silencio. No valía la pena decir algo, siempre sería lo mismo y debía aprender que no podía esperar nada de nadie, y eso incluía a sus padres.


—Sólo quería pasar tiempo con ustedes.


Elsa alzó las comisuras de los labios en una expresión divertida, un intento de suavizar el ambiente.


—Estoy segura de que eres el único chico de catorce años que dice eso.


—No tengo porque ser igual a los demás —rebatió, justo cuando el sonido de fuertes pisadas, que descendían por las escaleras, llegaba a sus oídos—. ¿Por qué tiene que hacer tanto escandalo? —se quejó.


Y al instante, enfundado en sus mejores ropas deportivas, un hombre de cabeza reluciente entró al salón cargando sobre sus hombros un trío de enormes mochilas, dos cañas de pescar y los pliegues de un viejo mapa.


—¿Por qué esas caras tan largas? —preguntó, fingiendo confusión—. Pensé que nos iríamos de campamento.


Extrañados, madre e hijo intercambiaron miradas.


—¿Acaso el cielo no te dice algo? —soltó Spencer a su padre, señalando con el pulgar la ventana que se abría a sus espaldas.


—Llueva o relampaguee, nos iremos de campamento. Te lo prometí, y pienso cumplir —El rostro de Spencer se iluminó y, de inmediato, saltó sobre su padre, rodeándolo en un fuerte abrazo. August Rivers reía complacido y le devolvía el gesto a su muchacho—. Sólo debemos cambiar la ubicación, escoger una más cerca de la ciudad y lejos del río —En cuanto recuperó su espacio, entregó el mapa a su hijo para que éste se hiciera cargo.


—¡Déjamelo a mí! —convino con gran entusiasmo, y en un parpadeo, se perdió de vista tras subir las escaleras y encerrarse en su dormitorio, donde haría un rápido estudio del mapa y una investigación en la web acerca de las zonas aledañas para dar con el lugar más favorable donde instalar el campamento.


—Qué raro —comenzó Elsa, avanzando de forma seductora hasta su esposo—. Estaba segura de que habíamos cancelado el viaje por tiempo de lluvia.


El hombre torció una sonrisa. Había clavado la mirada en el piso antes de volver su atención con la mujer que amaba.


—Así era, hasta que los escuché hablar. Spencer tiene razón, debemos pasar más tiempo con él… más tiempo en familia. —Sus dedos se enredaban con los de Elsa—. No tendrá catorce por siempre, y ya sabes lo que sucede cuando llegan a los dieciséis.


Elsa soltó una bocanada de aire.


—Se creen los amos del mundo.


—Y demasiado geniales para estar con sus aburridos padres —concluyó, besando los labios de su esposa.


***


De vuelta en su dormitorio, Spencer decidió extender el viejo mapa que le había entregado su padre sobre la cama, la cual se hallaba perfectamente arreglada, ni una arruga a la vista. Organizado, esa era la palabra que describía al más joven de los Rivers; era su virtud, y de no ser por eso, la casa de aquella familia estaría sumergida en el caos, o, al menos, eso le decía el matrimonio.


Tomó el ordenador portátil y, sin dejar de tararear la banda sonora de uno de sus videojuegos favoritos, lo depositó en la mesita de noche que reposaba junto a la cama. Sus cejas formaron una pronunciada V, dejando a la intemperie la concentración que reinaba en la cabeza del muchacho a la hora de estudiar las rutas y zonas aledañas que prometían ser el lugar perfecto para el campamento. Debía asegurarse de que el terreno estuviera alejado del Río Kennebec, un cauce fluvial que discurría por todo el estado de Maine y costeaba la ciudad a lo largo. La lluvia amenazaba, y si ésta caía, el nivel del agua aumentaría, poniendo en peligro el asentamiento. Spencer era un chico listo, y el haberse unido a los boy scout a los siete años, le había expandido su pensamiento de una manera fenomenal, todo un acierto por su parte.


Su padre le pidió que escogiera un lugar cercano a Waterville en caso de verse obligados a regresar, y por esa razón había decidido Pattee Pond, un pequeño lago que se encontraba al este de la ciudad; algo apartado por culpa de la naturaleza que lo rodeaba, pero cercano a la civilización, idóneo por los recursos y las actividades que permitía. Sólo debían recorrer unos doce kilómetros aproximadamente… Siete, si solamente contaba la distancia desde el puente que se elevaba en la carretera Carter Memorial, la salida de la ciudad. Spencer se decidió por esa última, de esa forma, su padre le compraría la idea.


—¡Está decidido! —sentenció de forma victoriosa.


Y justo cuando se disponía a cerrar el mapa, un pequeño destello captó su atención. Sobre la representación cartográfica del puente, un diminuto punto de color azul albino titilaba muy semejante a una estrella en el firmamento nocturno.


‹‹¿Qué es eso?››, se preguntó el muchacho. Retiró las gafas y masajeó sus ojos para relajar la vista. El centelleo seguía ahí, chispeando, intentando advertirle algo. Una mala sensación se instauró sobre él, como si alguien se encaramara sobre sus hombros y le susurrara ideas negativas dentro de la cabeza. Un escalofrío recorrió cada centímetro de su cuerpo, hasta el punto de erizarle los vellos de ambos brazos.


Despacio, estiró la mano hacia el enorme cuadrado de papel y, con la punta de su dedo índice, aplastó la diminuta estrella. Lo apartó de inmediato, pues, el frío que desprendía aquella luminiscencia había escocido su tez a horrores. Llevó el dedo a la boca y luego examinó el carmesí que ruborizaba aquella sección de piel. Atónito, alternaba la mirada entre la quemadura y el brillo palpitante.


—¿Qué caraj…?


Alguien tocó la puerta, y sólo bastó un segundo de distracción para que la misteriosa luz se esfumara sin dejar rastro. Spencer frunció los labios, sin dejar de preguntarse qué había sido aquello.


—Adelante —invitó el muchacho.


La puerta se abrió con un molesto rechinido, dejando al descubierto a un curioso August Rivers. Éste sonrió y tomó asiento en el alfombrado piso de madera, junto a su hijo, antes de llevar la mirada hacia la pantalla del ordenador.


—Parece que has encontrado un lugar interesante —comentó, frotándose el mentón afilado con su mano derecha—. ¿No crees que está muy lejos?


Spencer negó con la cabeza, tanto para responder a la interrogante de su padre, como para apartar la imagen de aquella extraña lucecita.


—Son siete kilómetros —explicó, señalando el número que reposaba sobre la línea de la ruta trazada en el mapa virtual—. Además, el lugar dispone de cobertura y no estaremos solos.


Sin percatarse, su atención estaba nuevamente sobre el mapa, a la espera de que la estrella errante volviera a hacer acto de presencia.


—¿Sucede algo? —quiso saber el hombre, alternando su atención entre el mapa y el muchacho.


Spencer sacudió la cabeza y volvió a sonreír como sí nada.


—Todo está bien —le aseguró, volviéndose a su padre—. Pienso que el Pattee Pond es el lugar perfecto para nosotros.


August Rivers asintió y decidió comprar la idea de su hijo. No estaba seguro del lugar, pero había prometido que harían el viaje sin importar qué.


—Entonces está decidido —sentenció el hombre, alborotando el cabello castaño oscuro de su muchacho—. Nos vamos a Pattee Pond.


De pronto, trabó los ojos en los de su hijo, los cuales le recordaban al azul de las aguas del ártico. Tenían un efecto hipnótico y sombrío, eso le explicaba la razón de porque las niñas del colegio se volvían locas por Spencer. Sin embargo, no dejaba de preguntarse de dónde provenía aquella herencia tan peculiar, pues, no recordaba que ningún familiar, al menos de su lado, contara con unos ojos de ese color. No importa cuantas veces obligara a su cerebro a creer que se tratara de una anomalía, la duda regresaba y taladraba su cabeza. Tanto él, como su esposa, se hacían la misma pregunta.


—¿Papá?


El hombre volvió al presente y rodeó a su hijo en el círculo de sus brazos.


—Sé que no te lo digo mucho —dijo el hombre. Contenía las ganas de llorar. Sus brazos apretaron un poco más al muchacho. Los ojos de Spencer se mantenían tan redondos como una luna llena debido a la sorpresa—, pero… Te amo, Spencer. No sabes cuan orgulloso estoy de ti.


Las mejillas del aludido se encendieron como el cartel de neón de un bar y, enseguida, sus brazos respondieron a todo el cariño que le brindaba su padre. Permanecieron en esa posición por un par de minutos, hasta que August volvió a sacudir los cabellos del muchacho con una sonrisa y retomar su altura original, advirtiendo que ya era hora de llevar el equipaje a la cajuela del auto. Spencer asintió obediente, sus mejillas seguían ruborizadas y los labios torcidos en una agradable curva, donde las comisuras de estos por poco tocaban sus orejas.


En cuanto apagó la laptop, ambos corrieron escalera abajo para ponerse manos a la obra, a pesar de los gruñidos que desprendía el cielo. Elsa terminaba de armar algunos emparedados de último momento, mientras August encendía el auto y Spencer revisaba que todas las ventanas estuvieran cerradas; desconectó los equipos electrodomésticos, a excepción de la nevera, y aseguró las puertas que conducían al jardín trasero.


—Te dejaré las llaves debajo del tapete. Muchas gracias, Nancy —escuchó decir a su madre antes de colgar la llamada telefónica. De seguro le advertía a su vecina que el viaje seguía en marcha.


Spencer abandonó la casa, y mientras subía al asiento trasero del auto, Elsa lanzó un rápido vistazo al interior de su hogar, frotando sus brazos para conseguir algo de calor. Era extraño, pero de un segundo a otro, el interior de la casa se había convertido en una especie de refrigerador, y afuera no era muy diferente. El clima había amanecido de lo más extraño en Waterville.


En cuanto Elsa cerró la puerta y aseguró la cerradura, el indicador del termómetro que colgaba en la pared, junto al portal de entrada, comenzó a descender de forma gradual.


El motor ronroneaba, los seguros bajaron, y el auto se puso en marcha entre cientos de edificaciones de fachada rojiza que se alzaban en dirección a un cielo quejumbroso. Las calles, a pesar de albergar a una que otra persona, proveían la sensación de un antiguo pueblo fantasma. La lluvia comenzaba a caer como filosas agujas, aumentando la pereza de los ciudadanos e incitándolos a permanecer bajo las cálidas cobijas de sus camas, tal vez con una humeante taza de café, un buen libro, o al lado de esa persona especial.


Durante el trayecto, Spencer, a medida que soltaba datos sobre el lugar al que se dirigían, avistaba algunas capas de hielo cubriendo los cristales de las tiendas y las farolas que se extendían a lo largo de las aceras. Su padre, al igual que otros conductores, conducía a una velocidad bastante baja, ya que debía zigzaguear por el asfalto a causa de los charcos gélidos que se interponían en su camino; ya habían dejado atrás dos accidentes de tránsito, por fortuna, no parecían ser tan graves.


Paulatinamente, August aparcó el vehículo a un costado del corredor vial, y a su señal, los tres miembros de la familia salieron del coche y cruzaron la vía en una rápida carrera contra la lluvia para terminar adentrándose en una pequeña tienda de víveres. El frío era insoportable, y uno de los dependientes parecía raspar con obstinación el hielo que cubría las rejillas de la calefacción.


—Hace más frío aquí adentro que afuera —señaló Elsa, subiendo la cremallera de su chaqueta hasta el cuello. Si el clima seguía comportándose de esa manera, sería imposible divertirse en el lago, peor aún, sería imposible dormir en la intemperie. Miró a su hijo, y parecía que a éste no le afectaba en lo más mínimo la baja temperatura. Elsa sonrió, desde que tenía memoria, Spencer siempre había sido indiferente al frío. Apretó los puños con decisión, debía ser fuerte por él, le debía ese viaje.


—La calefacción se descompuso —dictó el empleado de la tienda, recuperando la verticalidad y ofreciendo su mejor sonrisa a los clientes. La chica de la caja registradora se mantenía en silencio, tecleando su celular e inflando enormes bombas de goma de mascar. Spencer sintió envidia, pues, siempre había deseado ser capaz de realizar tal hazaña, pero, sin importar cuanto se esforzara, no lo conseguía—. ¿En qué podemos ayudarlos? —los atendió el hombre al otro lado del mostrador.


El señor Rivers pidió algunas baterías, también se hizo con un encendedor, algunas cerillas y un par de linternas extras.


—No es muy sensato irse de campamento con este clima —comentó el empleado, depositando las linternas en el mostrador, junto con el resto del pedido.


—Confiamos en que este frente invernal se irá en el transcurso de la mañana —contestó Elsa, añadiendo al pedido dos bolsitas de galletas con forma de animales—. Después de todo, es verano, ¿no?


—Y uno muy extraño —soltó la chica de la caja registradora, quien se disponía a ejercer sus funciones. Parecía un poco aburrida—. Debió estudiar mejor sus gráficos.


Por otro lado, Spencer recorría los pasillos de la tienda con la intención de deleitar sus ojos ante la gran variedad de golosinas que se exhibían en los anaqueles; sus nombres estrambóticos acariciaban sus mejillas, y los coloridos empaques gritaban para que se los llevara.


Dobló en una esquina, y sus pasos se detuvieron en seco al contemplar la figura que lo observaba al otro lado del ventanal. Se hallaba de pie, junto al auto de su padre. Una larga gabardina negra la cubría de pies a cabeza, sus manos permanecían ocultas en los bolsillos laterales y, a pesar de la distancia, y la sombra que proyectaba la capucha, pudo distinguir la fría mirada que le dedicaba.


Spencer se estremeció. Un escalofrío recorría cada fibra de su cuerpo sin descanso alguno, provocándole una especie de vacío en el estómago. Sus hombros pesaban como plomo y no paraba de preguntarse por la identidad de esa persona, y el por qué lo miraba de esa forma tan desagradable.


—¡Spencer! —llamó su padre.


El mencionado volvió la mirada, y sólo bastó esa pequeña distracción para que la figura se desvaneciera sin dejar rastro. Spencer alcanzó a sus padres, cruzaron la calle y dejó caer los hombros al descubrir que el centinela no se escondía detrás del auto.


—¿Sucede algo? —inquirió su madre, al percatarse de la máscara de confusión que cubría el rostro de su hijo.


Spencer negó con la cabeza y, con una ceja izada, señaló las bolsitas de galletas que sostenía su madre. Ella sonrió y le entregó una antes de volver al interior del auto y retomar la marcha.


Mientras sus padres charlaban desde los asientos delanteros, Spencer se deleitaba con el sabor de las galletas, sin dejar de evocar la imagen de aquella misteriosa figura: alta, cuerpo estilizado y de largos cabellos azules; aquella característica le hizo suponer que podría tratarse de una chica otaku, sin embargo, la mirada que le dedicaba lo incomodaba… ¿Por qué lo observaba? ¿Qué era lo que deseaba esa joven?


—No le prestes atención —decía August, sin apartar la mirada del camino—. Cualquiera puede cometer un error.


—Yo no cometo errores —refutó Elsa con absoluta seriedad. Parecía un poco indignada con las insinuaciones de la empleada con respecto a su fallo en el reporte del clima—, y mucho menos en mi campo laboral.


—Esta vez no fue el caso —respondió August Rivers con un encogimiento de hombros.


‹‹Eso es, papá —pensó Spencer con fastidio—. ¡Vamos! Échale más leña al fuego››


Con suerte, su madre no se tomaría el comentario a pecho.


Elsa llevó la mano al pecho para enfatizar lo iracunda que se sentía, y lo molesto que era enterarse de que su esposo no la apoyara. Seguidamente, abrió la boca para decir algo, pero decidió soltar un bufido que rozaba la indignación y abrazaba lo divertido. Golpeó el hombro de su esposo y lo amenazó con que jugaría solo esa noche sino se disculpaba.


—¡MAMÁ! —espetó Spencer con las orejas rojas. Era demasiada información.


Sus padres carcajearon, pues, el prolongado silencio de Spencer les había hecho creer que se encontraban a solas. Por un instante, su madre deseó esconderse. Ocultando una sonrisa detrás de su mano, miró a su hijo de soslayo.


—Finjamos que nunca pasó —propuso, luchando por mantener la formalidad en su voz.


—Por favor —se lo agradeció él.


Elsa y August volvieron a reír, y Spencer empleó todas sus facultades mentales para contener la risa y mantener su cara de pocos amigos. Sus padres, a pesar de haber dejado atrás los cuarenta y cinco años de edad, a veces se lanzaban algunos momentos de adolescentes lujuriosos cuando, para su desgracia, él rondaba cerca de ellos.


A pesar de haber dejado atrás el paisaje urbano, la lluvia continuaba cayendo con la misma intensidad, sin dar muestra de que se retiraría pronto. El viento soplaba, sacudiendo con suma delicadeza las copas de los árboles que bordeaban la carretera. Poco a poco, el asfalto comenzó a elevarse, sobrepasando el verde follaje que se extendía en todas las direcciones. La tierra y la vegetación desaparecieron, y en su lugar fluían las aguas del Río Kennebec; la lluvia parecía haber agitado la corriente.


Los autos iban y venían sin parar por aquella imponente estructura de acero y concreto que cruzaba las poderosas aguas de aquel río. A la izquierda se avistaba la ciudad, a la derecha, un hermoso paisaje verde, repleto de campos y bosques; un contraste perfecto, digno de fotografiar. Spencer volvió la mirada al frente y arrugó el entrecejo, ya que le incomodaba la velocidad que indicaba el marcador.


—¿No crees que vas muy rápido? —le preguntó a su padre.


—Es una vía rápida —explicó el hombre, sosteniendo con fuerza el volante y sin apartar la mirada del frente—. No podemos transitar a menos de sesenta.


Spencer se sentía inquieto, la pesadez que lo abrumó en la tienda había regresado, dificultándole la respiración. Intentó decir algo, pero su voz no surgía. Llevó su mano al pecho y Elsa se percató de ello.


—¿Spencer?


El muchacho alzó el rostro, estaba tan pálido como una hoja de papel, y los ojos lucían como si les hubieran inyectado una gran dosis de sangre.


—No me siento bien —dijo, o quiso decir, pues sus labios se movieron, pero el sonido fue inexistente.


Su madre se preocupó, retiró el cinturón de seguridad y se estiró para alcanzar a su hijo. Le examinó los ojos, midió la temperatura con el dorso de la mano…


—¿Qué sucede? —indagó August, lanzando miradas fugaces a su esposa e hijo.


—No lo sé…


El peso sobre los hombros de Spencer se hacía cada vez más insoportable, era como si algo estuviera a punto de suceder… algo malo… Desastroso.


—Detén el auto —gesticuló. Su voz se negaba a salir.


—Spencer, ¿qué sucede? —apremió su madre en el borde de la preocupación—. August... —Su voz comenzaba a resquebrajarse—. Algo le sucede a Spencer.


Los vidrios del auto emprendieron a empañarse, y el aliento de cada uno de los ocupantes se tornó cada vez más visible. August encendió la calefacción, y en ese preciso instante Spencer divisó un par de oscuros borrones acercarse por los costados del auto.


Aquello sucedió en un parpadeo: Los vidrios estallaron, y la sangre salpicó el rostro de Spencer al mismo tiempo que el grito de August taladraba sus oídos. Una explosión rugió, el volante viró con total violencia hacia un lado y el vehículo se sacudió, girando sin control. Durante el primer vuelco, el parabrisas estalló y Spencer pudo ver como el cuerpo escarlata de su madre salía expulsado de la cabina. Se escucharon gritos, neumáticos chirriando contra el asfalto y golpes de metal contra metal.


El cinturón de seguridad presionaba con una fuerza horripilante el pecho del adolescente, quien no paraba de pensar que su vida acabaría en ese momento. En cuanto las sacudidas se detuvieron, Spencer levantó el rostro, con un pitido zumbándole en los oídos. Su campo visual era un desastre, como una película en baja resolución; no veía a su madre por ninguna parte, y su padre permanecía inmóvil sobre el claxon del auto.


Contempló sus manos temblorosas, y después de un largo minuto, comprendió que estaban cubiertas de sangre. Despacio, con el terror circulando a través de sus venas, se tocó el rostro y, en el acto, apartó los dedos al detectar algunos trozos de vidrio incrustados en su carne; hilillos de sangre circulaban por su frente y mejillas. La respiración se le aceleró, el llanto amenazaba. Miró nuevamente el cuerpo de su padre.


—Papá —gimoteó, convertido en un manojo de nervios.


—S-Spencer —balbuceó su padre con la boca llena de sangre. Escupió una bocanada y, sin apartar la mano de su abdomen, retiró el cinturón e intentó alcanzar a su hijo.


—¿D-dónde está mamá? —urgió el muchacho al ver una vez más el asiento vacío del copiloto.


Se escucharon gritos fuera del auto.


—¡Llamen a emergencias! —gritó alguien a lo lejos.


August logró desabrochar el cinturón de Spencer, y éste no dudó en acercarse a él para tomar su mano. El adolescente lloraba, y el adulto contemplaba con gran dolor el rostro ensangrentado de su hijo.


—Todo saldrá bien —masculló August—. Ya verás…


Se escuchó el rechinido del metal crujiendo ante una extraordinaria fuerza. La luz plomiza de un día de lluvia entró a raudas por el inexistente tejado del auto, y en cuanto Spencer abrió los ojos con pesadez, un par de brazos lo arrancaron de las entrañas de aquella carroza de la muerte.


La cabeza de Spencer daba vueltas, sus piernas carecían de estabilidad y deseaba con todas sus fuerzas tumbarse en el piso, sin embargo, aquellos brazos que lo rescataron insistían en mantenerlo de pie y cautivo. Obstinado, se retorció hasta conseguir la libertad, pero esa victoria duró muy poco, puesto que sólo consiguió tambalearse unos pocos pasos antes de clavar las rodillas en el asfalto y derramar el desayuno. Tosió, dio algunas arcadas y alzó la vista con el estómago aquejándolo. A donde quiera que mirara, siluetas borrosas se acercaban y lo observaban con preocupación, cuchicheando e intentando prestar su ayuda. Spencer los apartaba de un manotazo.


—¡Mamá! —llamó atemorizado—. ¡Papá! —Esta vez se volvió hacia el auto.


No hubo respuesta.


—Están muertos —soltó la voz de una mujer. Era tan fría como un tempano de hielo, y carecía de tacto. Spencer la miró. Sus lágrimas se mezclaban con la lluvia y la sangre. Intentó ponerse de pie, pero fue inútil. Volvió al suelo, preso de un insoportable dolor físico.


—¡Mientes! —espetó, encarando a la persona que había pronunciado aquellas palabras.


La mujer se inclinó dentro del auto, atenazó un objeto entre sus dedos y se los arrojó al muchacho con indiferencia.


—Será mejor que lo veas con tus propios ojos.


Sus manos no dejaban de tiritar. Como pudo, se las arregló para recobrar sus gafas y situarlas sobre el puente de la nariz. Unos cuantos pestañeos, y la visión recuperó su antigua nitidez, a pesar de las telarañas que se bosquejaban en los viejos cristales.


Cientos de personas lo observaban con preocupación bajo la lluvia. Spencer dirigió su atención a la mujer que le había entregado las gafas, su salvadora: gabardina negra, piel de porcelana, cabello azul y largo, un rostro afilado que carecía de toda emoción y un par de ojos que imitaban el color de las aguas del ártico. A su lado, humeante y empapado por las lágrimas del cielo, yacía el vehículo de sus padres hecho una bola de chatarra.


Como pudo, Spencer gateó hasta los restos del vehículo. Podía escuchar la sirena de las ambulancias a lo lejos, los cuchicheos de los curiosos y el rugido del agua golpeando las enormes bases de concreto que sostenían al puente. Alguien intentó ayudarlo, pero él lo apartó como si se tratara de una molesta mosca, incluso, ignoró las voces que decían “es mejor que no veas”.


Cauteloso, asomó la mirada por el agujero donde antes reposaba el cristal. El llanto no tardó en brotar de su garganta al presenciar los restos de su padre. Con una fuerza temblorosa, apretó la mano sin vida mientras gemía y articulaba palabras sin sentido. El hombre que le dio la vida, el hombre que lo vio crecer, ya no estaría nunca más.


—Es mi culpa —alcanzó a decir de una forma bastante lastimera. Si no hubiera insistido en el viaje de campamento, aquello no habría pasado. De no ser por su terquedad, estaría en casa con sus padres, bebiendo el delicioso chocolate caliente que solía preparar su madre… ¡Su madre!


Spencer llevó la mirada al asiento del copiloto y enmudeció al descubrirlo vacío. Destellos del accidente pasaron frente a sus ojos y, a la velocidad de un rayo, se puso de pie y trastabilló en busca de Elsa Rivers. Arrancándose los trozos de vidrio del rostro, la llamó con desespero, ignorando la sangre, el dolor y las protestas de los curiosos.


—¡Mamá! —llamaba una y otra vez. El brebaje escarlata discurría por su rostro, y la lluvia se la limpiaba. El dolor físico no podía compararse con el que sentía en su corazón. El desconocimiento, la incertidumbre, aquello carcomía su alma y podía sentir como se convertía en una cascara vacía—. ¡MAMÁ!


—Será mejor que no preguntes por ella —recomendó la mujer de cabellos azules, cogiéndolo como un muñeco de trapo para cargarlo sobre su hombro—. Ya es hora de irnos.


Spencer protestó, se sacudió y de un empujón apartó a la misteriosa mujer. Cayó al suelo y, como pudo, avanzó entre la multitud, dando vueltas sobre sí en busca del paradero de su madre. Una anciana se acercó a él, lo cogió de las manos para detenerlo y le dedicó una mirada afligida.


—Mi madre…


La anciana negó con la cabeza. Spencer recuperó sus manos y retrocedió un paso, reacio a creer lo que le decían.


Autos destrozados, marcas de neumáticos en el asfalto, trozos de vidrio desperdigados por todos lados, manchas de sangre diluyéndose con la lluvia… aquel lugar se asemejaba a un campo de guerra. El chillido de las sirenas se hizo más fuerte, incluso podía advertirse el brillo de las luces tallar la delicada bruma que comenzaba a presentarse.


La mujer de la gabardina lucía un poco inquieta, no dejaba de mirar a todos lados, atenta, como si algo se avecinara.


La ambulancia arribó y la multitud de curiosos se retiró lo suficiente para que el personal sanitario llevara a cabo sus labores. Y fue ahí cuando Spencer vislumbró un cuerpo arrojado en el asfalto, entre cientos de personas, en una posición bastante incómoda. Las piernas del muchacho reaccionaron por sí solas y lo condujeron hacia ese lugar, mucha gente intentó detenerlo, pero éste los hizo a un lado valiéndose de empujones; incluso se atrevió a golpear a un sujeto con traje de tweed en el estómago.


Sus ojos se abrieron como enormes platos al llegar a la escena, y un paramédico no dudó en apostarse ante él para interrumpirle la visión y dirigirlo en dirección opuesta.


—Será mejor que no veas —La voz de aquel sujeto se escuchaba apenada—. Ven, revisemos esas heridas.


Spencer entró en una especie de transe. Su mundo acababa de desmoronarse en sus narices, sin poder hacer algo para remediarlo. Aquello no podía ser real. Debía estar soñando… Sí, tal vez era eso, una pesadilla, y pronto despertaría.


Una luz destelló en sus ojos. Pestañeó un par de veces para volver en sí y advirtió a un hombre de uniforme azul apuntarle con una pequeña linterna.


‹‹No es un sueño››, pensó con decepción, mientras el sanitario procedía a limpiarle los cortes que se abrían en su cara.


Bajó los párpados, y la imagen del cuerpo cercenado de Elsa Rivers chispeó como un flash en la oscuridad. Todos habían tenido razón, era mejor no haberla visto.


La piel de Spencer carecía de color, la garganta le ardía y el dolor en su rostro comenzaba a intensificarse. Miró la sangre de su madre manchándole la chaqueta, y su estómago no tardó en protestar, obligándolo a doblarse por la cintura. Su mano se aferró a la puerta de la ambulancia y, con sorpresa, se preguntó en qué momento había llegado a ese lugar. Quería huir, estar solo con su perdida, pero el paramédico se lo impidió y lo retuvo en la parte trasera de la unidad.


A continuación, la mujer de cabellos azules se acercó imponente a ellos. A contra luz, Spencer la reconoció como la figura que lo observaba durante su paso en la tienda de comestibles.


—¿Quién eres? —exigió saber, jadeante.


La mujer no respondió de inmediato.


—Debemos irnos —se limitó a decir.


La policía no tardó en aparecer y acordonar el lugar con la característica cinta amarilla. Los oficiales le pedían a la multitud que regresaran a sus coches y tomaran vías alternas mientras se ejecutaba el levantamiento del accidente. Algunos conductores no se lo tomaron bien y mostraron su disgusto haciendo sonar la bocina sin descanso alguno, irrumpían la falsa tranquilidad con la insistencia de sus bocinas.


—Disculpe, ¿quién es usted? —demandó el paramédico.


—Soy su hermana —contestó la mujer sin más.


—Yo… Yo no… —Spencer se interrumpió con un ataque de tos.


—¿Iban en el mismo auto?


La desconocida rodó los ojos.


—No tengo tiempo para esto —De un manotazo, apartó al sanitario y obligó a Spencer a ponerse de pie—. Será mejor que te comportes como un hombre —soltó ella. Su voz no expresaba absolutamente nada—. Te contaré todo en el camino, pero debemos irnos ahora. Este no es un lugar seguro.


—Suéltame —rezongó el muchacho. Intentaba apartarse de ella sin éxito—. ¡Ayúdenme! —gritó—. ¡AYÚDENME!


—¿De verdad? —soltó la mujer sin prestarle atención a los policías que se disponían a rodearlos—. Eres más patético de lo que pensé.


—¡No tiene a donde ir! —bramó uno de los oficiales sin dejar de apuntarla con su arma—. Suelte al muchacho y nadie saldrá herido.


La mujer miró al oficial con ojos entornados.


—Mide tus palabras, mortal.


‹‹¿Mortal?››, pensó Spencer, preguntándose la razón de que su captor empleara esa palabra.


La desconocida llevó las manos al cinto y masculló una palabrota al descubrir que sus armas no estaban. Se escuchó un crujido, muy parecido al del hielo resquebrajándose. Spencer también pareció notarlo, al igual que los policías y algunos curiosos que se negaban a volver a sus autos.


El puente se sacudió, como si algo golpeara sus bases. La gente se tambaleó, otros cayeron a cuatro gatas preguntándose por lo sucedido.


—Está aquí —musitó la desconocida al descubrir como una fina capa de hielo trepaba por las barandas de concreto. La multitud observada estupefacta el extraño fenómeno—. Sostente con fuerza —le ordenó a Spencer.


Y en un abrir y cerrar de ojos, rodeó al muchacho entre sus brazos y propinó un potente salto que los elevó por los aires. En ese momento, Spencer contempló despavorido como el puente de la carretera Carter Memorial empequeñecía debajo de sus pies, y, al siguiente segundo, una sección de éste se desplomaba sobre las turbulentas aguas del río Kennebec, arrastrando consigo algunos vehículos, los cuerpos de sus padres y el terror de centenares de personas.


Los gritos no tardaron en escucharse. El hielo surgió de las aguas y fue devorando todo a su paso. La gente huía pavorida, algunos se detenían por el congelamiento instantáneo, otros caían y se hacían pedazos en el piso como una vieja escultura de piedra.


—¿Q-qué está pasando? —preguntó, sin poder quitar el ojo de la pesadilla que se desarrollaba allá abajo. Miró a su captora, su salvadora, ya no sabía cómo referirse a ella, en busca de respuestas, pero sólo surgieron más preguntas y un nuevo horror al presenciar las enormes alas de murciélago que se extendían a sus espaldas. Spencer gritó—: ¡¿QUÉ ERES?! —La impresión lo carcomía a una velocidad vertiginosa


Las lágrimas recorrían las mejillas de Spencer. Su cabeza era un remolino de dudas, de terror… era mucho lo que debía procesar en tan poco tiempo. El miedo, la muerte de sus padres, el desespero de las personas, cadáveres congelados y un puente desplomándose al igual que una torre de dominó.


—Mi nombre es Blizzt —contestó la mujer, mientras descendían sobre las ruinas del viaducto—, hija de Leviatán, el demonio de las aguas. Soy uno de los siete príncipes infernales que gobiernan el Seol y represento la envidia como pecado capital —En cuanto los tacones de sus botas tocaron el asfalto cubierto por el hielo, Spencer se apartó de un empujón, cayendo de sentadilla al tropezarse con los restos de un cuerpo. Blizzt sonrió con frialdad—. Finalmente nos vemos cara a cara, hermano.


La respiración de Spencer era agitada, y podía sentir como su corazón amenazaba con atravesarle el pecho y huir a brincos, lejos de toda aquella calamidad. Las palabras se le amontonaban con violencia en la garganta, todas ellas querían salir al mismo tiempo y expresar los sentimientos y las dudas que lo abrumaban. Tragó en seco y, despacio, miró a su alrededor para contemplar la destrucción y finalizar con la presencia de la mujer que se describía así misma como un demonio… su hermana.


—¿Demasiado impresionado para hablar? —se burló Blizzt, o eso quiso dar a entender.


Spencer no contestó. El miedo lo mantenía paralizado.


De pronto, las aguas bajo el puente se sacudieron. Blizzt oprimió los labios y, a la velocidad de un rayo, tomó a Spencer del brazo y lo arrastró fuera de la estructura justo cuando una explosión de concreto, acero y hielo se alzó hacia los cielos como una gran torre. Los párpados del muchacho se separaron por completo al presenciar una colosal anguila izarse ante él. La criatura marina trazó un arco en el aire antes de sumergirse una vez más en el río y congelar todo a su paso.


—¿Qué fue eso? ¿QUÉ CARAJOS FUE ESO? —gritó Spencer, preso del pánico.


Blizzt volvió a aferrar a su hermano entre los brazos y brincó fuera del puente cuando un segundo ataque tuvo lugar en las bases que lo sostenían, provocando que el resto de la estructura se viniera abajo.


Los hermanos cayeron al río, que ahora no era más que un sólido bloque de hielo, donde la criatura nadaba y despedía enormes picos del mismo elemento con la intención de atravesar los cuerpos de sus presas. Blizzt, el demonio de la envidia, empujó a Spencer a un lado segundos antes de que la anguila los alcanzara y emergiera con las fauces abiertas, arrastrándola consigo a las profundidades de aquellas aguas glaciales.


Tembloroso como una gelatina, Spencer gateó en dirección a la abertura por donde habían desaparecido aquellos seres infernales, pero ésta cicatrizó antes de que pudiera alcanzarla. Como pudo, el chico se puso en pie y miró aterrado al enorme monstruo serpentear en las profundidades. Su equilibrio era lamentable, así que no tardó en estrellarse de bruces contra el piso y arrastrarse a un lugar seguro. Si tan sólo contara con el calzado adecuado…


Una explosión, miró a sus espaldas, y un grupo de estalagmitas brotaron del suelo, amenazantes, directas hacia él. Spencer rodó, esquivando el ataque por poco. Sus manos, al igual que el rostro, estaban repletas de cortes y quemaduras por el frío. A pesar del dolor, siguió avanzando a duras penas.


Más adelante, los picos de hielo describieron un arco bastante pronunciado, dispuestos a arremeter una vez más contra el hijo de Leviatán.


—Rayos, rayos, rayos —soltó Spencer, tomando impulso de las agujas glaciales a su derecha para apartarse lo más lejos posible de la trayectoria del ataque. Un segundo más y las estalagmitas lo habrían atravesado como un muñeco vudú.


Mientras Spencer se las arreglaba en la superficie, Blizzt despertó de su letargo y pensó en una palabrota al verse sumergida en las heladas aguas del río, con un bloque de hielo aprisionándole las piernas. Unas rendijas se abrieron en su cuello, permitiéndole respirar con mayor facilidad. Sin pensarlo dos veces, desenfundó las zarpas que hacía pasar por uñas humanas y desgarró en cientos de pedazos el grillete que la aprisionaba.


Una vez libre, echó la cabeza hacia atrás y divisó a su habilidad jugar con el hijo del temible demonio de las aguas. Spencer demostraba agilidad al esquivar los ataques; después de todo, no era tan tonto como parecía. Eso le brindaría algo de tiempo para recuperar sus armas y plantarle cara a la bestia congelante.


Sus ojos, tan brillantes como los faros de un auto, escudriñaron el fondo del turbulento cauce hasta dar con el puente Carter Memorial, que ahora no era más que la tumba acuática de cientos de almas. Sin desperdiciar un segundo, Blizzt nadó a la velocidad de un tiburón hacia aquel cementerio, donde el aroma de la muerte podía olfatearse a pesar del lugar en el que descansaba.


El demonio buscó y buscó, hurgando entre escombros, pilas de autos y residuos de cuerpos humanos cubiertos por el hielo; en algunos de ellos todavía se apreciaba la máscara de terror que los había abordado segundos antes de su muerte.


—Pobres bastardos —expresó la mujer al contemplar el rostro deformado de un policía.


Un alarido llegó desde la superficie, devolviendo a Blizzt a la realidad. Apretó los dientes y distinguió una mancha escarlata en el hielo que se extendía sobre su cabeza. Spencer había resultado herido.


‹‹Resiste, Spencer —pensó el demonio, apartando el cadáver de su camino sin el menor respeto para continuar su expedición—. No mueras. Aún te necesito››


Después de unos minutos de exploración, Blizzt localizó la bola de chatarra en que se había convertido el auto de los Rivers; entre sus restos, yacía el cadáver del hombre que juró ser el padre de Spencer. El demonio de la envidia le dedicó un segundo de su tiempo antes de sujetar los delgados tentáculos metálicos de una masa de concreto y retirarla, dejando al descubierto el neumático y un disco de plata que aún permanecía incrustado a él. Los dedos de Blizzt envolvieron el arma y de un tirón extrajo el chakram, un viejo obsequio de su padre. Quiso recuperar su pareja, pero el tiempo se agotaba y Spencer no duraría mucho si continuaba solo.


Sin tomar un respiro, Blizzt flexionó las rodillas y, al igual que un cohete en ascenso, salió disparada hacia la superficie.


El hielo estalló y, valiéndose de sus alas, Blizzt se elevó por los aires como una especie de vengador. Spencer la miró fascinado. Por un momento, el chico olvidó a la criatura que se erguía ante él, olvidó la muerte de sus padres, la herida en su pierna y el hecho de que estaba a punto de morir, pues, en ese instante, la hija de Leviatán lucía como un poderoso ángel caído de los cielos, un salvador, listo para derramar justicia.


Blizzt agitó el brazo, y el chakram salió disparado a tal velocidad que rebanó la cabeza de la anguila como si se tratara de un pastel. El arma regresó a su mano, mientras la bestia rugía y se desplomaba. Una explosión se alzó en todas las direcciones, alcanzando a Spencer y despachándolo al otro lado del río, donde golpeó su cabeza contra una roca.


—Rayos —masculló Blizzt al divisar a su hermano. Al aterrizar junto a él, una capa de hielo comenzó a extenderse por los brazos del chico—. Despierta —le ordenó, estrellando sus puños una y otra vez sobre el abrigo de la muerte—. ¡Despierta! —No podía permitir que acabara así, pues, debía desempeñar un gran papel, y perderlo arruinaría todo por lo que había luchado. Una blasfemia brotó de sus labios al percatarse de que el hielo también se extendía por las piernas de Spencer. Sus puños se concentraron en esa área, lo que daba luz verde al congelamiento de los brazos —¡Maldición! Despierta, mocoso insufrible. ¿Acaso tus padres habrían querido que murieras aquí? —Por primera vez, Blizzt perdió los estribos y le propinó una fuerte bofetada. Spencer reaccionó con un grito y se incorporó como si despertara de un mal sueño. La cobertura glacial se desprendió a trozos y el demonio dejó escapar el aire contenido por el alivio que le brindaba saber que su hermano estaba bien—. No vuelvas a asustarme así —le pidió, depositando ambas manos sobre los hombros del mestizo.


A pocos metros de ellos, el hielo que componía el cuerpo de la criatura se extendió hasta la cabeza cercenada, sus ojos volvieron a brillar y el rugido advirtió a sus contrincantes que todavía seguía con vida. Una masa de hielo la cubrió en una especie de capullo, y, desde ahí, contempló a los hermanos antes de sumergirse en las profundidades y planear su próximo movimiento.


—Mis padres —musitó el chico, sintiendo como el corazón se le resquebrajaba en cientos de trocitos. Sus ojos se volvieron vidriosos por culpa de las lágrimas. No los volvería a ver, y la última imagen que guardaría de ellos sería el rostro desfigurado de su padre y el cuerpo decapitado de su madre—. Están muertos…


—Y tú, y toda esa ciudad, se irán por el mismo camino si no te levantas y me ayudas a solucionar este desastre —Blizzt señalaba el norte, y Spencer distinguió la sombra de la anguila serpentear en esa dirección: Waterville.


Spencer la miró atónito. El demonio pedía su ayuda para derrotar a esa cosa, pero… ¿cómo? ¿Qué podía hacer él? Blizzt pareció leer su mente, puesto que le dijo:


—Eres el hijo de uno de los siete antiguos. La sangre de un poderoso demonio que fue creado en el Genesis corre por tus venas, así que compórtate como tal. Demuestra de que estás hecho.


Spencer bajó la mirada, Blizzt cogió su rostro con firmeza y lo obligó a verla.


—¿Vas a permitir que todos mueran? —apremió la mujer, apretando sus garras en torno a la mandíbula del muchacho—. ¿Serás un cobarde, o un héroe? —Sus labios se acercaron con delicadeza al oído derecho del chico, donde desprendió un elegante susurro, algo parecido al ronroneo de un gato—. No querrás que tus padres se sientan decepcionados… ¿o sí?


Spencer apretó los puños con rabia. ¿Cómo se atrevía ese demonio a mencionar a sus padres? Era vil, era caer muy bajo…


—Ellos están muertos.


—¿Y qué hay de sus almas? —contratacó. Spencer abrió los ojos de par a par—. Soy un demonio, Spencer. ¿Acaso mi presencia no te hace pensar en la existencia del alma humana?


El aludido la miró pasmado.


—S-sus almas… ¿Siguen aquí? —Un corte sangraba en su mejilla; las gafas, torcidas y rotas, hacían que sus ojos se vieran más grandes, dejando al descubierto el azul ártico de sus irises, la prueba que le confirmaba a Blizzt que Spencer Rivers era el hijo de Leviatán.


—Ayúdame, y yo te ayudaré —fue todo lo que dijo antes de ponerse en pie.


‹‹Las almas de mis padres››, repitió Spencer en sus pensamientos, recordando que su padre le había dicho cuan orgulloso estaba de él.


‹‹Almas››


Si Blizzt era un demonio, el cielo y el infierno eran reales, por lo tanto, las almas y todas esas historias que giraban en torno a ellas también lo eran. En ese caso, ¿sus padres podían observarlo, estuvieran donde estuvieran? August y Elsa siempre estaban dispuestos a ayudar a quienes los necesitaban, y Spencer había seguido esos pasos desde que tenía uso de razón, pues, era en lo que creía. No podía fallarles, ni a sus padres, ni a sí mismo. Waterville era su hogar, y si existía algo que pudiera hacer, debía intentarlo, porque eso habrían hecho sus padres.


Spencer alzó la mirada con decisión, y Blizzt deseó poder arrojarlo a las fauces de la criatura y dar por terminado ese capítulo, pero lo necesitaba con vida.


—¿Cómo puedo ayudar?


Blizzt sonrió satisfecha y, aferrando a Spencer contra su pecho, volvió a los cielos para observar la situación desde las alturas.


La criatura saltaba al igual que un delfín, delineando arcos en el aire y sumergiéndose una y otra vez en el agua, dejando tras de sí una estela de hielo y estalagmitas que amenazaban a toda Waterville.


—Esa cosa que vez en el río es mi habilidad para congelar —explicó Blizzt al aterrizar en una sección donde el río se dividía en dos cauces. La niebla recorría con pereza el ambiente, otorgándole un aire fantasmagórico a todo el lugar—, y es necesario absorberla en esta reliquia —prosiguió el demonio, retirando la gabardina para dejar al descubierto su traje de combate, una indumentaria de cuero que se ajustaba muy bien a su cuerpo estilizado; en su pecho, un medallón labrado en ónix resaltaba de forma grotesca en su piel; era como si ésta se hubiera derretido alrededor de la pieza. Una especie de cruz invertida se hallaba grabada en el centro del objeto, y a un lado de la figura, una diminuta luz violeta palpitaba al ritmo de un corazón—. De esa forma, recuperaré mi poder y este desastre habrá terminado. Sólo debemos sacarla del agua.


—¿C-cómo lo hacemos?


—Fíjate en su forma de atacar —señaló el demonio. Spencer recordó que la anguila agredía al emerger, y una vez culminada su obra, se resguardaba en una imponente fortaleza de hielo—. Cuando salga a la superficie, será mi oportunidad para inmovilizarla y llevarla fuera del río.


La habilidad se acercaba cada vez más a Waterville, zigzagueando y esparciendo su poder incluso fuera del agua.


—Debemos obligarla a atacar —comprendió Spencer. Blizzt asintió en silencio—. ¿Crees que podamos hacerlo lejos de la ciudad? —Más que una pregunta, era una condición. Spencer no deseaba que Waterville se convirtiera en el campo de batalla.


—Sí —aseguró ella, sin apartar los ojos del enemigo. Sus labios se curvaron—, y es ahí donde entras tú —Spencer la miró con la boca abierta. Blizzt, el demonio de la envidia, su hermana, deseaba usarlo como una carnada para peces—. Lo único que debes hacer es atraerla —prosiguió—. Yo me encargaré del resto.


Dicho esto, el demonio volvió a los cielos, sin darle a su hermano la oportunidad de poner objeción.


Spencer permanecía de pie, como una temblorosa gelatina sobre la gruesa capa de hielo que cubría las aguas del río Kennebec. El silencio era absoluto y desesperante.


‹‹¿Cómo fue que terminé metido en esto?››, se preguntó el muchacho, sin apartar la mirada de la sombra que serpenteaba directo a la ciudad.


Spencer aspiró una gran bocanada de aire, como si aquello lo inflara de todo el valor que carecía, crujió sus dedos y gritó con todas sus fuerzas. Blizzt lo observaba desde los aires con ojo clínico, de brazos cruzados y aferrando con fuerza el disco metálico.


—Veamos de qué estás hecho, hermano —dijo por lo bajo.


La anguila emergió en un estallido, dibujando un enorme arco en los aires antes de volver a sumergirse en las aguas congeladas y serpentear directo hacia su presa.


Spencer, a punto de mojar sus pantalones, dio media vuelta con el terror enmarcando su rostro y puso en marcha sus piernas, no sin antes estampar el rostro en el suelo, pero eso no evitaba que el chico se levantara dispuesto a cumplir su parte del plan. A medida que avanzaba, comenzó a lanzar largos pasos, hasta que logró deslizarse a través del hielo.


Enormes torreones de hielo brotaban en su camino, pero el muchacho conseguía evadirlos con suerte y una torpeza que podría pasar por agilidad. Miró a sus espaldas, Waterville había quedado en el olvido y la criatura se aproximaba a una velocidad impresionante. Era el momento…


Una estalagmita surgió muy cerca de él, Spencer viró de forma violenta y perdió el equilibrio, cayendo de bruces sobre el hielo, donde clavó los dedos para frenar la velocidad y no estrellarse contra la pared de agujas glaciales que lo esperaba a unos metros; la piel le escocía y pudo sentir como ésta se iba desgastando bajo la fría fricción.


En cuanto se detuvo, la anguila emergió a su lado como un enorme rascacielos que deseaba tocar las nubes. Sus escamas de hielo brillaban, al igual que sus ojos, dos trozos de zafiros que parecían observarlo con gran rencor. La boca de la criatura se abrió como una enorme caverna, dejando expuesta la peligrosa fila de colmillos que deseaban triturar.


Blizzt no tardó en entrar en acción. El demonio se encaramó sobre el lomo de la habilidad y corrió hasta alcanzar la cabeza. Antes de que engullera a su hermano, alzó el brazo y hundió el filo del chakram en una de las gemas. La criatura se sacudía, su cola apareció y de un golpe resquebrajo el hielo, arrojando a Spencer a las olas, donde pudo auparse de un pequeño iceberg.


El demonio seguía sobre la bestia, retorciendo el hierro en el hielo y sacudiendo los brazos hacia un lado, como si sujetara un par de riendas, obligando a su oponente a arrojarse fuera del cauce, donde permaneció hecha una furia, sacudiéndose, sin poder escapar a ningún lado.


Mientras Spencer chapoteaba directo a la orilla, Blizzt rodó por el suelo, y al incorporarse, se deshizo de su abrigo para dejar al descubierto el medallón de Leviatán, el cual no paraba de palpitar con euforia, deseoso por recuperar aquella alma fugitiva.


—Es hora de que vuelvas a servir a tu maestro —dictaminó Blizzt—. Envidia.


Y la habilidad estalló en un poderoso muro de polvo glacial, y, despidiendo una potente ventisca, se adentró en el medallón como un torbellino que lo absorbía todo. Cuando la calma volvió, una segunda lucecita, de un delicado azul níveo, brilló con esplendor en la parte inferior del talismán.


Poco a poco, las nubes de tormenta y la niebla se fueron disipando, permitiendo que los rayos del sol se derramaran por toda Waterville una vez más. El hielo comenzaba a derretirse y las aguas volvían a fluir. El ambiente parecía recuperar una vez más la vida.


—Lo hiciste bien —felicitó Blizzt a su hermano.


Spencer gateaba lejos del río. No dejaba toser toda el agua que había tragado. La garganta le ardía un infierno.


—Todo ha vuelto a la normalidad —advirtió con una sonrisa lánguida. Cientos de cortadas invadían su rostro lívido. Las manos le ardían y estaban al rojo vivo—. La gente del puente… ¿Ellos aún…?


—Todos están muertos —contestó Blizzt sin el menor tacto—. Los humanos son tan frágiles.


—Mis padres… Toda esa gente… —Su grito de dolor lo interrumpió. Alzó la pernera del pantalón y apretó los dientes al examinar el corte en su pierna derecha. Las bajas temperaturas habían coagulado la sangre, y ahora que la adrenalina había mermado, el dolor en sus lesiones reclamaba su dosis de atención.


Blizzt miró a Spencer con unos ojos que carecían de empatía.


—¿Por qué te preocupas tanto por esa gente? —inquirió el demonio, acuclillándose para observar la herida—. Entiendo lo de tus padres, pero el resto… Ni siquiera los conocías, al igual que la gente de allá —señaló la ciudad, sana y salva, lejos del peligro.


—No vale la pena que te lo expliqué —Spencer suspiró y se dejó caer de espaldas contra el suelo, agotado, con los ojos clavados en el cielo azul. Blizzt rasgó una manga de su traje y vendó la pierna del muchacho—. No lo entenderías. Eres un demonio y sólo te gusta hacer el mal.


—Acabo de salvar tu vida, y la de todos los que viven en esa ciudad. Yo diría que eso no es “hacer el mal”.


—Lo hiciste por beneficio propio. Querías recuperar tu… esa cosa. ¿Cómo la llamaste? ¿Habilidad?


Blizzt asintió en silencio.


—Soy culpable de lo que dices —aceptó sin vergüenza, tomando asiento en la hierba marchita junto a su hermano. Lo miraba con una expresión analítica—. Hace mucho que me deshice de mis emociones, por eso soy como soy. Tal vez no entienda tus acciones, y la verdad es que tampoco me importa, pero…


—¿Pero…?


Blizzt apartó la mirada.


—Nada… Sólo eso. Las emociones nos hacen daño, nos estorban para alcanzar nuestros objetivos. Necesito estar centrada en lo que deseo, y es necesario que tú hagas lo mismo.


Spencer se incorporó y la contempló en silencio.


—No voy a deshacerme de mis emociones. Es lo que me hace humano.


—Recuerda que también eres un demonio. Dentro de ti corre la sangre del mismísimo Leviatán.


Los puños de Spencer se cerraron con fuerza, pues, si aquello era cierto, significaba que su madre había sido engañada por un demonio, y él era el resultado de esa mentira. Negó con la cabeza para apartar aquellos pensamientos. No podía ser cierto… ¿o sí? Los demonios existían, ya lo tenía claro, pero, ser hijo de uno… Claro que no, ¿cómo era eso posible? Necesitaba pruebas.


—Debemos irnos. Todavía existen dos habilidades en libertad.


—No me preguntaste si quiero ir contigo.


—No hace falta. Llevo días observándote y sé que no tienes a donde ir —Blizzt ejecutó un rápido movimiento con el brazo y el filo del chakram reposó a pocos centímetros del cuello de Spencer, quien tragó en seco y sintió una pequeña punzada en la piel—. Y para que quede claro, tú respuesta carece de valor, porque vendrás conmigo, quieras o no.


Sin más que añadir, guardó el arma y se puso en pie.


Spencer la miró desafiante. La odiaba, no quería ir con ella, pero estaba en lo correcto, no tenía a donde ir. Sus abuelos habían partido del mundo terrenal hace mucho, ahora sus padres estaban muertos, no tenía amigos que pudieran ofrecerle techo y era seguro que el sistema lo absorbería para instalarlo en uno de esos horribles lugares de acogida para menores. Regresar a Waterville no era una opción. Spencer Rivers lo había perdido todo.


No confiaba en Blizzt, pero era el único lugar a donde ir. Con ella conseguiría techo, seguridad y comida. Además, cientos de preguntas atiborraban su cerebro y era necesario contestarlas. Un nuevo mundo se abría ante él, y a pesar del terror que le generaba, deseaba conocerlo, anhelaba aprender, salir de la ignorancia y descubrir la verdad.


Tomó una bocanada de aire.


—Iré contigo.


Spencer se levantó, dispuesto a seguir al demonio que aseguraba ser su hermana. Blizzt se dio la vuelta y ambos marcharon en dirección a la carretera Carter Memorial, donde, horas atrás, un puente se había alzado con gran esplendor.


—Debo recuperar mi otro chakram —explicó—. Aprovecha este momento para despedirte de tus padres.


Y sin más, se zambulló en el agua y nadó hasta perderse en las profundidades.


Spencer apretó los puños y se permitió llorar como nunca antes lo había hecho. En aquel lugar dejaría todas sus lágrimas, ya que, de ahora en adelante, no podía mostrar esa clase de vulnerabilidad. Debía ser fuerte y valiente.


—Los amo —gimoteó, depositando la mano en el lugar donde palpitaba su corazón. No volvería a ver a sus padres, por lo tanto, debía esforzarse por mantener una imagen, un recuerdo hermoso de ellos—. Los llevaré conmigo siempre.


***


En las profundidades del río Kennebec, nuevamente, Blizzt se detuvo ante los restos del auto que perteneció a los Rivers. El cuerpo de August se había descongelado, y la sangre que manaba del corte de su abdomen flotaba como tinta.


—Admito que lo criaste bien, mortal —dijo Blizzt, respirando a través de las branquias que se habían desplegado en su cuello—. En el fondo, sabías que no era tu hijo —prosiguió, esta vez, rodeando el coche hasta alcanzar el lado del copiloto—, y aun así le diste todo tu amor.


Sin decir más, procedió a retirar los escombros hasta descubrir la llanta desinflada, donde, incrustado a ella, un disco de plata despidió un brillo de culpabilidad. Blizzt recuperó el arma con cierta satisfacción.


‹‹Un lanzamiento perfecto››, la agasajó una voz dentro de su cabeza.


—Otros factores influyeron —contestó Blizzt, colgando el arma homicida en su cinto.


‹‹Como el descuido —dijo la misteriosa voz—. Es por eso que los mortales están condenados al dolor y la muerte››


Blizzt soltó una pequeña risotada.


‹‹¿Acaso dije algo gracioso?››


—A pesar de ser un demonio mayor, aún sientes dolor… ¿o me equivoco, padre?

Leviatán guardó silencio por unos segundos.


‹‹Este dolor es lo que me impulsa a seguir››


—Dolor —susurró Blizzt, meditando en que nunca antes había experimentado esa emoción, no obstante, había algo más en esa palabra, algo que no encajaba en los planes de su progenitor—. Me dijiste que nuestro objetivo era dominar el Seol —recordó Blizzt con expresión meditabunda—. Eso es impulsado por nuestro pecado, la envidia. Sin embargo, el dolor alimenta la rabia, la venganza —Los engranes de su cerebro se movían a gran velocidad. Su padre la había educado bien: siempre cuestionar, siempre pensar y analizar las cosas antes de actuar—. ¿Qué es lo que no me has contado, padre?


‹‹Todo a su tiempo. Confía en mí››


La hija de Leviatán dejó caer los hombros, recordando que debía ser paciente. La información llegaría a ella en su momento, por ahora, debía enfocarse en recuperar sus dos habilidades restantes y ganarse la confianza de Spencer.


‹‹¿Qué opinas de tu hermano?››


—Medio hermano —lo corrigió—. Lo detesto.


Leviatán soltó una carcajada.


‹‹Odias todo desde que nos deshicimos de tus emociones››


—Volviendo al tema. Spencer aceptó venir conmigo. Estoy segura de que lo hace para averiguar sobre sus raíces demoniacas. Me está usando, y eso demuestra que no es un idiota después de todo.


‹‹Tú también lo estás usando, así que están a mano. Sólo espero que sepas llegar a él››


—Haré lo que pueda —Blizzt hizo una pausa antes de continuar—. Padre… ¿Estás seguro de que aceptará su papel? Vivir entre humanos lo ha vuelto débil.


‹‹Ya encontrarás una manera de convencerlo —confió Leviatán—. Recuerda que nos valemos de la manipulación. De eso se trata la envidia, y tú eres una experta. Mantente enfocada, hija mía, nunca olvides nuestro objetivo››


—La envidia es quien merece gobernar —dijo Blizzt, emprendiendo su camino de vuelta a la superficie—, y haré lo que sea necesario para conseguirnos el trono.


‹‹Sin importar el precio››, le recordó Leviatán antes de romper la comunicación.

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