Vidas ahogadas
- Nelson De Almeida
- 14 jul
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 2 ago

Una vez más me encuentro en un nido de oscuridad, sin ser capaz de ver nada más que mi propia persona, o lo que permite mi reducido campo de visión, dada la posición en la que me hallo.
Mi espalda, desnuda, siente el brío de una superficie tan dura y fría como un témpano de hielo. Mis brazos, al igual que el resto de mi cuerpo, yacen rígidos e inmóviles, como si fuera una momia dentro de su sarcófago. Muevo los ojos en todas las direcciones, y el negro motea cada rincón de la estancia que me mantiene cautivo. Intento gritar por ayuda, pero mis labios parecen estar cosidos; imagino como la piel se desgarra mientras me esfuerzo por separarlos.
El sonido del agua borboteando llega a mis oídos desde las alturas. Una gota cae sobre una de mis mejillas, y la delicada melodía de pequeñas cataratas emprenden a invadir cada rincón de la infinita penumbra. El agua llega, cae sobre mi rostro como una fina cortina que no para lastimar mis ojos y adentrarse por mis fosas nasales, lo que termina por ocasionarme un leve ardor en la garganta. No puedo volver la cabeza, no puedo apartarme de aquella guillotina líquida, la vida se me escapa segundo a segundo.
Con mis últimas fuerzas, exhalo con potencia para impedirle el paso por mi nariz; es inútil.
Para mi sorpresa, recupero la movilidad en la cabeza y, con una sonrisa triunfante, aparto la cara de la trayectoria de la cascada y me desespero tomando variadas bocanadas de aire.
A un lado veo como el agua se empoza en aquella estancia, despidiendo pequeñas ondas del color de las sombras. Con más detenimiento, descubro que me encuentro junto al borde de una escalera, y no puedo evitar pensar que estoy en una versión bastante tétrica de mi casa.
Escucho pisadas, acompañadas de un gruñido gutural. Estoy seguro de que proviene de arriba. Mi corazón comienza a latir a una gran velocidad. Algo siniestro se esconde en esta oscuridad y viene por mí.
El frío golpea mis brazos, una señal de que los he recuperado. Con todas mis fuerzas, me las apaño para darme vuelta y rodar escaleras abajo hasta caer en las olas. Inhalo con clamor al separar el rostro del agua y, con ayuda de mis brazos, arrastro el cuerpo por la infinita estancia, decidido a huir de mi acechador.
—¡Despierta! —grito a todo pulmón, porque sé que estoy atrapado en otras de mis pesadillas—. ¡Despierta!
El nivel del agua sube hasta estrellarme contra un techo invisible. Los pulmones no demoran en quemarme debido al líquido que se filtra por mi nariz. De seguir así, el agua me llenará por completo en segundos.
Mis lágrimas se mezclan con aquel líquido sombrío y mis gritos quedan ahogados en las profundidades.
Las pisadas se escuchan cada vez más cerca. Sea lo que sea, está sobre mí, al otro lado de este techo de oscuridad.
Quiero despertar.
Quiero despertar antes de ahogarme.
Quiero despertar antes de que esa cosa me alcance.
Pero es demasiado tarde. Un par de manos, tan ásperas como un papel de lija, se aferran a mis tobillos y con súbita violencia me obligan a mirar abajo. En las profundidades del agua, y entre un sinfín de huesos flotando, contemplo como una horripilante criatura de piel lívida me observa con las cuencas de sus ojos vacíos.
El aire escapa de mi boca en forma de burbujas, llevando mis gritos distorsionados a ninguna parte.
Aquella cosa suelta un horrible alarido. Su boca se abre como la de una víbora y comienza a engullir mis piernas con desespero. Grito de horror, intento nadar fuera de su alcance, pero es inútil. Lo último que veo es la silueta de una persona desaparecer bajo una oscuridad que llega de manera súbita, cuando los dientes pútridos de la criatura se cierran frente a mis ojos sin darme oportunidad para escapar.
Fotografía: Ian Espinosa
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